Tras despertar, él recordó lo que había soñado. Era la primera vez que lo hacía después de varios años de intentos fallidos. No comprendía en su totalidad por qué le resultaba tan difícil el arte de disipar los recuerdos de aquella mujer que sólo aparecía en sus sueños. Una mujer rubia, de ojos grises, blanca como las flores de una Aloysia ligustrina, con un cuerpo de diosa y una simpleza mortal por la cual se sentía invadido.
No comprendía cómo su imaginación había logrado tal obra de arte, con ese nivel de perfección, que nunca en su vida habría imaginado si hubiese estado despierto.
Carla, emanaba una belleza magnética por la cual a Joaquín le resultaba imposible no sentirse atraído. Una atracción que se asomaba por cada una de las grietas de su cuerpo, fragmentando todo lo que algún día le costó construir al lado de su esposa, Adela Suarez. Que más que su esposa, y como él decía, era el reflejo de todos aquellos mundos que había podido contemplar por medio de sus ojos.
Joaquín, cada noche se veía irrumpido por aquel universo lleno de deseo, el cual era de su agrado. Y por más que se mintiera, sólo él sabía lo mucho que quería permanecer ahí.
Después de algunos minutos de saltar de cavilación en cavilación, su mente se había nublado un poco, pero no lo suficiente para no recordar vagamente lo que había soñado. Recordaba un puente desolado, de madera gastada debido a la humedad y un aire helado que recorría cada parte de su cuerpo. Un río que no sonaba, unos ojos que no lloraban. También recordaba que al lado derecho del puente, se encontraba un espacio lleno de partículas de deseos sexuales, de caprichos carnales, y de todo lo que un hombre podría desear si tuviera a Carla al frente, pero al lado izquierdo, contemplaba aquella mirada inquisitiva que lo había hecho creer en el amor, una historia, un futuro trazado sobre las entrañas de su cuerpo –el cuerpo de la mujer que realmente amaba-. Adela.
Una mujer que amaba, pero que lo cansaba, ¿y es que cómo putas hace uno para no cansarse de la mujer que ama?, si nos cansamos hasta de nosotros mismos, decía él, en aquel juicio en el cual había sido llamado a testificar entre la conciencia y el deseo.
Un puente con una opacidad vulnerable entre la realidad y la ficción. Un cuerpo, el cuerpo de un hombre parado en medio, indeciso, atormentado. Un hombre que había aprendido hace algunos años atrás a ponerle nombre a las cosas. Una rubia que le había enseñado a personalizar recuerdos, y una morena de ojos rasgados con su característico olor a jazmín, que le había enseñado a personalizar aromas, palabras y significados.
Y el miedo, siempre presente, invadiendo aquel cuerpo indefenso lleno de temor, de desconocimiento, de justificaciones inútiles y finalmente de un imbécil incapaz de decidir.
Los humanos tenemos la manía de quererlo todo.
Y le dieron ganas de no saber nada de él. De dejar de escribirle a la nostalgia por medio de pequeños trazos, que con sus manos en aquel cuerpo frágil y desnudo, de textura blanca, pezones rosados y una infinidad de pecas había logrado contrastar.
Ahora el cuerpo del delito tenía sus huellas dactilares marcadas, y con ellas, su memoria. El gesto de trazar olores sobre un cuerpo etéreo era cauteloso y discreto, mientras en su memoria se iban desdibujando como fósiles poco a poco imágenes de esa mujer de cabello dorado, debido a que iba recobrando la realidad y volvía a caer en este mundo mortal en donde no es posible amar a dos mujeres al mismo tiempo -y por posible me refiero a correcto-.
Finalmente apretando sus ojos, como quien no quiere ver cuando tiene miedo, él decide despertar –y no sólo hablo del sueño- porque dictamina que el olvido se encargaría del resto, pero no contaba con que él era el que estaba siendo olvidado por ambos lados del puente.